No hay textos sagrados sino que hay lecturas sagradas; desde esta perspectiva es que yo elijo leer los textos consagrados de la tradición judía. Lo que hace sagrado a un texto no son sus letras sino la forma en las cuales uno pronuncia aquellos signos gráficos. El texto bíblico, como cualquier texto clásico, puede ser abordado a partir de las ideas más nobles como también a partir de monstruosas elucubraciones que denigran la dignidad del ser humano. La dimensión del texto, su extensión y su complejidad, como también su antigüedad, hacen que el mismo texto pueda ser usado para los fines más contradictorios y diversos. Con el mismo Tanaj (el canon bíblico hebreo) uno puede justificar la peor de las inquisiciones como también enarbolar las banderas de las luchas sociales más desafiantes y progresistas.
El texto, durante los últimos dos mil quinientos años, se mantuvo; sus letras son las mismas, mas la forma de abordar aquellos escritos se ha modificado. Lo importante, y lo valioso en este sentido, son las lecturas, no los textos. Los textos muchas veces, son la excusa, que nos permite una lectura; otras veces, sin embargo, el texto es lo que nos abre la puerta a nuevas preguntas y estas preguntas nos llevan a nuevas lecturas. Comencemos de esta manera a indagar acerca de los textos consagrados por nuestra tradición y de las diversas herencias y lecturas que han abordado el mismo texto.
Lecturas sagradas versus textos sagrados
Hay dos formas antitéticas de entender, de forma particular lo judío, y de forma general nuestra forma de relacionarnos con el mundo. A una de estas perspectivas la hemos de denominar esencialismo. Quizás fue el filósofo judío medieval Iehuda Halevi quien llevó a su máxima expresión esta idea. Esta perspectiva aborda el mundo como si las cosas tuvieran una esencia en sí mismas. Esta perspectiva diría que el cerdo, para tratar un tema conocido por todos, es impuro en sí mismo. Que es un animal “biológicamente” impuro y prohibido. Esta perspectiva esencialista lleva a lecturas ontológicas y eternas de la realidad.
En una corriente opuesta se encuentran los nominalistas, aquellos que exclaman que las cosas no son buenas o malas, puras o impuras, en sí mismas sino que tan solo es aquello porque así lo decidimos nominar, nombrar. En este sentido el cerdo, no es impuro por naturaleza, sino que la Torá decidió nominarlo y representarlo como símbolo de la impureza. Esta lectura, a diferencia de la esencialista, es susceptible al cambio y a la transformación; ya que las cosas no son eternas e inmutables sino que son nominadas por los hombres.
Una lectura de los textos clásicos desde una perspectiva esencialista nos conduce hacia el dogmatismo, el fundamentalismo y las verdades únicas y monolíticas. En la calle, resuena el eco de esta filosofía, cuando escuchamos a gente que habla y justifica sus prácticas diciendo “porqué así lo dice el texto” o, más común aún, “porque así esta escrito”. Si en cambio establecemos que los textos no son sagrados en sí mismos sino que nosotros, las diversas comunidades de seres humanos, consagramos los textos con nuestras lecturas, nominándolos – nombrándolos – de aquella manera, podemos en cambio, construir una senda que permita lecturas múltiples y lecturas que inviten a la diversidad, al cambio y a la transformación.
El hebreo, como otros idiomas semíticos, a diferencia de los idiomas indoeuropeos, son lenguas consonánticas. En el texto solo figuran las consonantes. Esto permite, y exige que el lector se transforme en el creador de significados. Las consonantes pueden ser rellenadas con una gran variedad y diversidad de vocales. En este sentido, nuestra lectura configura y resignifica el texto escrito. No podemos ser pasivos ante el texto, como lectores requerimos de una labor creativa para relacionarnos con los textos clásicos y consagrados por nuestra tradición. Y los textos consonánticos, huelga decir, permiten siempre una pluralidad de vocales; cada tradición, cultura o subcultura, elige que vocales utilizar sobre las mismas consonantes.
Será por este motivo quizás, que la literatura rabínica no denomina al Tanaj “Ktiba (lo escrito)” sino que lo nombra como “Mikrá” (lo leído). El texto bíblico no es sagrado por su esencia ni por sus letras, es consagrado por la lectura de las generaciones que anclaron sus vidas en aquel texto milenario. Incluso más, para enfatizar más esta, mi lectura, mi recorte de la tradición, podemos decir que de acuerdo con la halajá (ley judía) un Sidur (otro texto “sagrado”) que nunca fue leído puede ser arrojado a la basura, como cualquier otro texto o elemento profano, sin embargo, y solo en el caso que el mismo sea leído, este adquiere el estatus de “sagrado” por lo cual si se echa a perder no debe ser arrojado a la basura sino que debe ser enterrado (o puesto en una Geniza). Son nuestras lecturas las que configuran como sagradas a los textos que nuestra tradición nos ha legado.
El canon, una decisión política.
Luego de estas palabras introductorias podemos analizar un poco más en profundidad los textos, llamémoslos clásicos por fines pedagógicos, de la tradición judía. El pináculo sobre el cual se asienta nuestra tradición es la Torá (el pentateuco, los cinco libros de Moshé). El mismo data de hace 2500 años, que casi sin mayores alteraciones, es el que llegó a nuestras manos. En el año 90 d.e.c (aprox.) se cerró el canon de lo que se denominó luego el TaNaJ, los 24 libros que conforman la Biblia judía.
Toda canonización es una decisión política, uno elige que textos quedan adentro y que son tomamos como propios, y cuales otros, quedaban fuera de nuestro canon. Por ejemplo, sino hubiera sido por Rabi Akiva (Mishná, Iadaim 3:5) el libro de Shir Hashirim, el cantar de los cantares que muchas congregaciones sefaradí cantan cada Shabat, no estaría en nuestro canon bíblico. Lo mismo ocurrió con el libro de Kohelet, aquel libro sapiencial que la tradición judía le atribuye al rey Shlomo. Estuvo muy cerca, por su lectura “existencialista” (perdón por el anacronismo) del mundo, de no entrar en nuestro Tanaj. Y mucho más, el Talmud (Shabat 13b) discute como fue salvado a último momento el libro del profeta Ezequiel para que pueda entrar al canon bíblico ya que muchos sabios se oponían a su ingreso. Estos ejemplos, superficiales quizás, son una apoyatura más para sostener la tesis y el recorte desde el cual yo miro la tradición judía, esto es, como una construcción histórica. Los textos, una vez más, no eran sagrados en sí mismo, sino no hubiera tenido sentido que sabios judíos en el siglo I discutieran que libros debían entrar en el canon de los libros “divinos” y cuales no. Las lecturas que los sabios tenían en relación a ciertos libros hacían que estos se volvieran sagrados y que otros no lo fueran.
Son consagrados los textos que como comunidad decidimos que lo sean. Lo mismo ocurrió con el segundo texto clásico de la tradición judía: la Mishná. Aquel compendió de leyes, compaginado allá por el año 220 d.e.c por Rabi Iehuda Hanasí en Palestina, es uno de los múltiples y diversos compendios legales que existieron por aquellos años. Solamente que este fue el que nuestra tradición, la de los fariseos, decidieron tomar como propio. Por eso, este texto es llamado por la literatura talmúdica y agádica posteriormente en arameo como matnitin, nuestra Mishná, dando a entender, sin mayores dificultades que otras mishnaiot existieron en aquellos años.
Es sagrado, nuevamente, lo que nosotros, como comunidad establecemos que lo es. Es una decisión política en la cual Dios no tiene injerencia. Somos los hombres los que consagramos los textos. Y nuestros antepasados, a lo largo de las generaciones y las diásporas, han consagrado diversos textos como parte de nuestro canon cultural, desde el Tanaj, pasando por la Mishná, continuando con los dos Talmud (el de palestina y el de babilonia) y posteriormente los códigos halajicos de Maimonides y de Iosef Caro. La pregunta es entonces ¿Cuáles son los futuros textos consagrados del pueblo judío? La respuesta reposa únicamente en lo que el gran académico Salomón Schechter llamó “Catholic Israel”, la comunidad de Israel. Somos los miembros del pacto que elegimos leer diversos textos como sagrados y a otros como profanos. Son parte de una decisión, no de una esencia.
La multiplicidad de textos sagrados desde una lectura inter-confesional
El monoteísmo, sostienen algunos intelectuales y académicos, presenta un gran desafío; el desafío de la diversidad y el problema de la intolerancia. El politeísmo, la creencia en dioses locales o regionales, permitía una cultura en la cual no existiese una Verdad absoluta y monolítica sino que eran diversas culturas y sociedades que concentraban su vida en la adoración a un Dios particular sin perjuicio de lo cual podían comprender que otras naciones tuvieran otros dioses y otras formas de culto. Con la aparición del monoteísmo este sistema entró en jaque, y mucho más durante la edad media. Si hay un único Dios, existe una única verdad, y no pueden existir dioses locales porque estos no son más que estatuas con piernas que no caminan, o con oídos que no oyen; en otras palabras, no son más que mentiras. Esta concepción durante la edad media llevó a las grandes religiones monoteístas a guerras intestinas por dominar la Verdad. Si los cristianos ganaban una guerra significaba que ellos poseían la razón, si los musulmanes lo hacían esto quería decir, en su lectura teológica, que Dios los estaba favoreciendo. Los judíos no llevaron adelante estas guerras, no por aceptar la pluralidad de visiones, sino porque simplemente no tenían una estructura político-militar con la cual ejecutar aquellas batallas.
Aceptar que los cánones consagrados de un pueblo no necesariamente son la única verdad y que los otros libros sagrados de otras religiones son mentiras y falsificaciones es el desafío de la modernidad. Si durante la edad media el hombre vivía bajo el paradigma de la fe en donde no podía concebir otra verdad más allá de la suya, el hombre de la posmodernidad debe vivir, en términos de Gianni Vattimo, bajo el paradigma de la duda. Debe consolidar su fe y su espiritualidad aceptando que su lectura del texto sagrado no es la única lectura correcta, ni mucho menos, la lectura verdadera. El religioso en nuestros días debe aceptar que Dios tiene múltiples voces. Ya los sabios del Talmud aseveraban que la Torá se habría revelado en setenta lenguas con setenta facetas diferentes. El número setenta representaba a las setenta naciones primordiales enumeradas en los primeros capítulos del Génesis. Cada nación, en este sentido, poseía una cara diferente de la palabra y de la voz Divina; una única voz se desplegó en setenta ecos. “Tal como la roca es despedazada por un martillo, toda expresión divina es divisible (despedazada) en setenta interpretaciones (Talmud, Shabat 88b).
El escritor norteamericano Emerson acuñó una frase interesante al afirmar que la historia no existe, solo la biografía. La historia no existe, solo la biografía. Y serán nuestras biografías religiosas y sociales las que configuren nuestras formas de leer nuestras historias. La forma de ponerle vocales al texto consonántico. Durante la edad media se generaron grandes disputas entre cristianos y judíos, cada uno llevaba a la arena a sus mejores exegetas y oradores para demostrar que la suya era la lectura correcta, y en este sentido verdaderamente sagrada del texto bíblico. Desde una perspectiva posmoderna, debemos comprender las palabras de Emerson y configurar nuestra religiosidad desde las biografías y no desde la Historia (entendida esta última como única y objetiva).
Un ejemplo para ilustrar mi argumento. Tanto las tradiciones judías como las musulmanas y las cristianas, han anclado sus relatos y sus biografías colectivas en diversos acontecimientos del Tanaj. Uno de aquellos puntos es el que tiene lugar en Bereshit 21 y los capítulos subsiguientes cuando Abraham echa de su hogar a su hijo Ishmael y luego intenta sacrificar a su hijo Itzjak. La lectura judía de este relato, narrada en este caso por el gran exegeta medieval Rashí, argumenta que el motivo de la expulsión de Ishmael por parte de Sará es correcto ya que el hijo de Hagar había intentado matar a Itzjak, incluso llega a sugerir el comentarista francés, había intentado abusar sexualmente de él. Ishmael es presentado como un ser malvado, algo sobre lo cual el texto bíblico calla.
El Corán (37:100), el libro consagrado del pueblo musulmán, y sus comentaristas, sin embargo, leen esta historia de una manera diferente y dicen que el hijo que Ibrahim, el Abraham con vocales islámicas, estaba dispuesto a sacrificar no era Itzjak, como sucede en nuestro relato, en nuestro canon, sino que en realidad aquel muchacho pequeño era Ishmael. Los musulmanes, anclando su biografía y presentándose como los continuadores de Ishmael y no de Itzjak, como lo hace la tradición judía, debían sostener en su texto consagrado que aquel hijo de Abraham era el elegido por Dios para ser entregado en sacrificio.
El cristianismo tampoco es ajeno a este relato y es Pablo, en la Epístola a los Gálatas (capitulo 3), uno de los libros que forma parte del canon del nuevo testamento, quien dice que en realidad Ishmael e Itzjak eran una metáfora. El primero, Ishmael, el hijo de la esclava Hagar era una metáfora del antiguo pueblo judío, de los judíos de la alianza, de aquellos judíos que no escucharon el mensaje de Jesús. Mientras que Itzjak representaba al hijo de la libertad, al hijo de Sará, a aquellos varones y mujeres que en libertad eligieron escuchar las palabras de Jesús. Estos nuevos cristianos (Itzjak) venían a remplazar, a los antiguos judíos (Ishmael). El primogénito, queda, como en el texto de Bereshit, desplazado.
Entonces bien ¿Cuál de estas lecturas es la verdadera? ¿Cuál representa la palabra divina por lo cual debe ser considerada sagrada? Durante la edad media la respuesta hubiese sido alguna de estas tres, una lectura del texto bíblico debía ser la verdadera y las otras dos debían ser puras mentiras e invenciones. Hoy como judíos de la posmodernidad aceptando el desafío que estos tiempos nos demandan y siguiendo el esquema conceptual del pensamiento débil enarbolado por Vattimo en los años ochenta, debemos decir que estas tres lecturas representan tres biografías y que ninguna de ellas representa la historia. Decir que una lectura es la verdadera y que las otras son falsas es volver a caer en el antiguo dilema del monoteísmo de la antigüedad tardía. Debemos superar aquella tensión y aceptar la pluralidad de lecturas no como una amenaza a nuestra fe y nuestras convicciones, sino como una oportunidad para aprender en nuestro encuentro con el Otro. La condición del hombre religioso moderno es aceptar que no es dueño de la Verdad, sino que es simplemente heredero de una biografía.
La multiplicidad de textos sagrados desde una lectura intra-confesional
Mi edición del Tanaj tiene más de 1400 páginas, el Talmud tiene más de 2700 hojas, el Zohar otras cuantas miles. Los códigos legales medievales ocupan dos estantes de mi biblioteca. Los filósofos modernos judíos, desde Herman Cohen hasta Abraham Ioshua Heschel pasando por Martin Buber o Soloveitchik, ocupan otros tantos estantes de mi biblioteca. Todos estos son textos consagrados para la tradición judía, pero cada judío elige como conformar su biblioteca. Hay cientos de libros del acervo cultural y religioso judío que no están en mis anaqueles, y otros tantos cientos que se encuentran presentes, y muchas veces hasta en más de una edición o un idioma.
Cada judío, en cada época, construye su propia biblioteca. Elige que textos de la tradición judía sacralizar. Y como toda acción, esta remite a una inclusión y a una necesaria exclusión. No se pueden consagrar todos los textos de la infinidad de libros que las generaciones de judíos que nos precedieron nos han legado. Debemos elegir, debemos organizar nuestras lecturas a través de un recorte ideológico.
Pensemos algunos ejemplos para ilustrar esto que estamos intentando dilucidar. Los Jalutzim, aquellos pioneros judíos rusos que allá por 1860 comenzaron a emigrar a Israel, consagraban los textos de la tradición judía que se referían a la tierra de Israel y a la independencia nacional. Leían por las noches, luego de trabajar la tierra, pasajes de la Torá y de los profetas que hablasen sobre las bondades de la tierra de Israel, sobre su conquista y sobre la promesa que le hiciera Dios a los patriarcas, la promesa de la tierra prometida. Los jaredim (judíos ultraortodoxos) quizás en su vida lean un capitulo del libro de Ioshua, o mucho menos un extracto del libro de Crónicas o de alguno de los profetas, sin embargo aquellos fervorosos estudiantes devoran durante el día y la noche el Talmud. Este junto a los códigos legales, representa su acervo de lecturas sagradas.
Los cabalistas, sin embargo, no pasan arduas horas consagrando y dedicando sus vidas al estudio de los detalles pequeños y de los vericuetos de la halajá o de los intrincados pasajes talmúdicos, sino que dedican sus días a estudiar, comprender e interpretar el Zohar y los libros esotéricos de Moshe Cordovero o de otros cabalistas medievales. Las enseñanzas del Ari Hakadosh y sus seguidores abundan en sus paredes. Estas son sus lecturas sagradas. Sin embargo los judíos involucrados durante el siglo XIX y XX en la lucha de los derechos sociales en los diversos países de su dispersión anclaron sus relatos no en estos textos, o en los libros de halajá, sino en las lecturas de los profetas y sus luchas por la reivindicación de los valores más fundamentales del ser humano. Ejemplo de esto es la obra monumental de A.I.Heschel Los profetas, que fuera su tesis doctoral en Alemania, que lo llevo luego a capitalizar su teología en la lucha por los derechos de los negros cuando marchó con Luther King en Selma. Cada judío, elige al interior de la borgiana, diversa e infinita biblioteca del judaísmo, los textos que él o ella decidirán consagrar. Pero las bibliotecas nunca pueden estar vacías.
Apología de la diversidad
Tal como no existe un único libro sagrado, perteneciente únicamente a una religión, tampoco existe, al interior del universo judío, una lectura correcta de los textos. No hay una única lectura verdadera y oficial de tal o cual fragmento del texto bíblico. Hay, como siempre, lecturas diversas y muchas veces divergentes. La lectura de los mismos libros, relatos y enseñanzas configuran una unidad básica y una cohesión como pueblo judío; sin embargo la meta no es la unicidad, la uniformidad de las lecturas. Debemos construir la unidad a través de los textos consagrados mas debemos pretender la diversidad y no la unicidad de lecturas. El texto unifica, la lectura diversifica.
Roberto Esposito, un filosofo italiano contemporáneo, relaciona el término comunidad no como usualmente lo pensamos como la común unidad de las partes, sino que sostiene, que esta palabra proviene del latin munus que significa debate. Formamos comunidad cuando debatimos en torno al texto, cuando permitimos y celebramos las diversas lecturas que emanan de las mismas palabras. Lo que sacraliza al texto es el debate de cientos de generaciones que han pasado sus vidas en torno a develar algún significado, o una nueva cara, de aquel pasaje del texto bíblico.
La característica principal de Moshé era su humildad (ver Bemidbar 12:3). Y como enseñan nuestros sabios “Maase Avot, Siman Lebanim (las acciones de los Padres son indicaciones para los hijos)”; y es nuestra humildad la que debe guiar nuestras lecturas. Una lectura humilde es una lectura que no se considera así misma como la única y la verdadera. Una lectura sagrada es una lectura que acepta la multiplicidad de lecturas, de enfoques y de perspectivas sobre el mismo versículo. La lectura que se cree poseedora de la verdad no es una lectura sagrada, es una lectura que oprime y daña. Al igual que en relación a los textos consagrados de las diversas religiones no podemos hablar de los “verdaderos textos sagrados”, al interior de la tradición judía tampoco debemos hablar de las “verdaderas lecturas sagradas”.
Los sabios del Talmud celebran la diversidad de lecturas, su estructura textual en sí misma es una apología a la diversidad. El texto talmúdico, pináculo y reservorio de los más grandes debates y enseñanzas de los rabinos que configuraron el judaísmo del cual nosotros hoy somos herederos, se estructura a través de lo que en la Grecia antigua hubieran llamado una dialéctica. Los sabios se abren al dialogo para encontrar otras lecturas que modifiquen su enseñanza. Los más grandes maestros de la tradición judía no buscaban en su Bar Plugta, compañero de estudios y de debate, un hombre que afirmara sus dichos, sino un hombre que pudiera refutar cada uno de sus argumentos. Por ese motivo, Rabi Iojanan llora la partida de este mundo de Reish Lakish, que para cada argumento que él planteará su amigo y colega tenía 49 razones para refutarlo. La construcción de la vida judía se configuraba a través de un dialogo sincero, de un dialogo abierto a diversas lecturas.
El ejemplo más conocido de celebración de la diversidad de lecturas es el famoso relato luego de una intensa discusión entre las escuelas de Hillel y Shamai, cuando Dios dice “Elu veElu Dibrei Elohim Jaim – tanto unas como las otras son las palabras del Dios viviente”(Talmud, Eruvin 13b). Dios llama e invita en Su texto consonántico a la diversidad de lecturas, a que cada varón y mujer, de acuerdo a su ser ponga sus vocales sobre las consonantes. Un texto solo puede volverse sagrado cuando invita a una lectura diversa.
Sobre interpretaciones y verdades sagradas
En su maravilloso texto Sobre Verdad y Mentira en sentido extramoral Nietzsche se pregunta ¿Qué es entonces la verdad?, y él mismo contesta, Una hueste en movimiento de metáforas… una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son.
En tiempos donde los fundamentalismos están en aumento, desde los sectores judíos que segregan a la mujer, hasta los musulmanes que apedrean a un homosexual pasando por los católicos que impiden el aborto de una mujer violada, nuestras lecturas sagradas de los textos clásicos de nuestras tradiciones religiosas debieran reconfigurarse en torno a la definición de Nietzche sobre la verdad. Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son. No somos dueños ni poseedores de la verdad, somos dueños únicamente de nuestras lecturas. Solo en la esfera divina podemos hablar de verdades, aquí en la tierra tan solo tenemos metáforas solidificadas; construcciones sociales y culturales que transforman nuestros relatos en verdades.
La verdad se encuentra dispersa, nunca se encuentra en un solo lugar, en una sola lectura. A los cabalistas les gusta jugar con las letras hebreas, asignarles valores, permutarlas, sumarlas y dividirlas. Y en este sentido enseñan lo siguiente: Emet es el término hebreo para hablar de verdad, mientras que Sheker es el término que designa a la mentira. La diferencia entre ambas palabras reside en su posición “geográfica” en el alfabeto. Mientras que Emet se configura con la primera letra del Alefbet (Alef), la letra del medio (Mem) y la última de las letras (Taf), la palabra Sheker se construye con tres letras que se encuentran una al lado de la otra (Shin, Kuf, Reish) ¿Por qué? Para enseñarnos que la verdad siempre se encuentra en la diversidad, siempre se aloja en diversos lugares mientras que las mentiras que aparentan ser verdades se encuentran todas en un mismo lugar, en un mismo discurso, en un mismo relato. Una lectura religiosa posmoderna debe intentar desplazar el paradigma de la Verdad, que deja a muchos fuera, que excluye y que violenta, para abrazar así el paradigma de la interpretación y del relato. El paradigma que invita a colocar diversas vocales sobre las mismas consonantes.
Conclusión
Los sabios de la tradición de Israel anclan el pacto establecido con Dios en los 613 preceptos comandados por la Torá. El último de estos mandamientos, según el Sefer Hajinuj, es la Mitzvá que cada judío tiene de escribir su propio Sefer Torá. La Torá no se hereda, se construye y se recrea en cada generación. Nuestros antepasados nos han legado un sinnúmero de interpretaciones y de lecturas sagradas sobre los textos clásicos de nuestra tradición, sin embargo es menester de cada generación y de cada judío/a, escribir su propio Sefer Torá. Lo que permanece inmutable con el correr de las generaciones es la tinta sobre el pergamino, mas la forma de leer cada una de las palabras del texto consagrado de la Torá, varía en cada tiempo y lugar.
La Torá es su espíritu no su forma. Su forma escrita hace referencia a la conciencia de como nuestro pueblo hace 3000 años concebía a Dios. Su espíritu es la noción de que existe una Divinidad y que los hombres, en cada generación, intentamos responder a Su llamado. En este sentido las lecturas sagradas no se deben tomar como eternas u ontológicas. Las declaraciones y los dichos de la Torá o del Talmud no deben ser pensados como inmutables. Estos no dejan de ser nunca la perspectiva según la cual nuestros antepasados comprendían a Dios y el lugar del hombre en el mundo. La tinta sobre el pergamino fue su respuesta al llamado divino, hoy, quizás la pregunta no ha cambiado, pero la respuesta sí. Las lecturas literales y ontológicas de los textos clásicos de nuestra tradición harían que la visión misógina de la mujer en el Talmud se transforme en la esencia de la mujer y no simplemente en una perspectiva arcaica del sexo femenino. Lo mismo ocurre con la visión de la homosexualidad en la Torá o en un sinnúmero de otros casos y ejemplos. La Torá no nos narra esencias, sino relatos. Nuestras lecturas sagradas deben reconfigurar los relatos, hacer que nuestros textos evoquen el espíritu de la época.
Las lecturas sagradas se basan en el espíritu del texto, en intentar encontrar en cada tiempo y lugar, respuestas a las preguntas más fundamentales del ser. ¿Por qué vinimos a este mundo? ¿Qué significa la muerte? ¿Por qué sufrimos? Y tantas otras más. Cada generación tiene, y debe tener, una respuesta diferente (o respuestas diversas) sobre cada una de estas preguntas. En la Torá y en otros textos consagrados de la tradición de Israel se encuentran reminiscencias de nuestro pasado que pueden ayudarnos a configurar respuestas o a interpelarnos para hacernos nuevas preguntas.
Para concluir permítanme citar al gran maestro del siglo I a.e.c Hillel. Aquel sabio judío solía decir (y así queda codificado en la Mishna, Avot 1:14): “Si no soy para mi ¿Quién soy?, Si solo soy para mi ¿Qué soy? Y si no es ahora ¿Cuándo?”. Si no soy para mi ¿Quién soy? Es nuestro deber bucear en el mar infinito de contenidos, relatos y versículos de nuestra tradición para encontrar nuestra lectura sagrada y así poder defender nuestra posición; pudiendo así afirmar quienes somos. Si solo soy para mi ¿Qué soy? Sin embargo mi búsqueda espiritual e intelectual no debe anular todas las otras lecturas posibles sobre los mismos textos clásicos de nuestra tradición; debiendo aprender así a salirnos de nosotros mismos, de nuestro ensimismamiento, para ir en búsqueda del Otro. Y si no es ahora ¿Cuándo? El tiempo de las lecturas sagradas es hoy, nuestro encuentro con el texto se debe dar en el tiempo presente no volviendo nuestras miradas en un pasado remoto o un futuro que todavía no ha de llegar.
(Texto redactado a pedido de Bamah para una clase del departamento de educación no formal)